Sabíamos que su cuerpo estaba allí, en aquella habitación. Pero desconocíamos donde estaba su cabeza. Nos reconocía algunas veces. Otras nos confundía con gente que ni conocemos. Sentía que caminaba por un paseo marítimo, que volvía a casa, que trabajaba de nuevo… Pero el abuelo seguía allí, durmiendo al lado de otro hombre cuya situación era idéntica.
Pasaban los días y no sólo no mejoraba, sino que empeoraba. Por dos días buenos, venían tres malos. No sabíamos que hacer.
Nadie esperaba, por puro desconocimiento, que una rotura en la pierna podía afectar a la cabeza. La rehabilitación era una utopía. Parecía tan lejos como la posibilidad de volver a casa, junto con la abuela. Junto con nosotros.
La persona que todos conocíamos se desvanecía, y daba paso a otro hombre somnoliento, gruñón y desagradable.
Seguíamos sin saber qué hacer… Sólo aprovechar sus días buenos. Para recordar sus historias, reír con sus bromas, escuchar lo que sentía por sus hijas y nietos… y expresarle nuestros sentimientos.
A veces, los ratos con él parecían un paso adelante en su recuperación… Otros, la preparación para una última despedida.
Una despedida, pero, que aún no ha llegado…
«El abuelo volvió a casa. Y dio una lección a quiénes, en un momento u otro, dejamos de creer»
Nadie tiró nunca la toalla, él el primero. Y con la misma rapidez que su vitalidad menguó, de golpe recuperó la cabeza. El abuelo volvía para quedarse. Y dio una lección a quiénes, en un momento u otro, dejamos de creer».
Ahora vuelve a estar en casa. Con cambios, con trabajo, con momentos de ánimo y desánimo. Pero en el lugar y con la gente que ha estado siempre.